29/09/2012
Paloma Valencia Laserna
El País, 29/09/2012
Todos queremos la paz, y por supuesto que es necesaria una negociación para lograr la terminación del conflicto. Sin embargo, conviene precisar algunos aspectos que en medio de la euforia que nos causa la palabra PAZ, están distorsionándose.
Sea lo primero distinguir la paz del fin del conflicto. Lo que negociamos con los narcoterroristas no es la paz. Es decir, negociamos que ellos y el fragmento del grupo que les obedezca, cesen las hostilidades y dejen las armas. Aquello no significa automáticamente la paz. Colombia tiene otros focos de violencia y aún los procesos de postconflicto son violentos y largos. Sin embargo, puede ser el inicio de ese sendero, y en esa medida es valioso.
Sobreviene la cuestión de qué se negocia. La sociedad puede y debe ser generosa para conseguir la reconciliación de las fuerzas que la integran; pero las concesiones han de ser limitadas. Los Estados latinoamericanos tienen entre sus más dolorosos problemas, su falta de legitimidad. En Colombia el fenómeno se amplía pues el Estado no es capaz de cumplir con sus dos funciones esenciales: la seguridad y la justicia. En ese contexto, las cesiones no pueden ser tales que quebranten las endebles instituciones y la frágil percepción de justicia que hemos logrado construir. ¿Con cuál legitimidad se les impone la ley a los ciudadanos si para otros -autores que crímenes atroces- no se aplica?
Se pueden intentar justificaciones, pero evaluadas un poco más allá empiezan a mostrar sus limitaciones. Si decimos que el fin -en este caso la paz-, justifica los medios, caemos en la contradicción de que se establecerá para el largo plazo esa visión a los ojos de los colombianos. Será inevitable que otros conserven esta enseñanza con todo lo que ello implica.
Hay quienes arguyen que se trata de un movimiento político. Esta es la explicación menos aceptable de todas. Ninguna ideología política legitima el narcoterrorismo. Si un colombiano mata a otro porque no comparte su manera de pensar; si lo mata para obligar a otros a que piensen como él; si lo hace por un fin altruista, porque considera que existe un mundo mejor y que sólo a través de la violencia será posible direccionar a la sociedad, no sería excusado. La condición de grupo, de colectivo, no suaviza esta interpretación, si acaso la agrava.
Podría sostenerse que existen causas objetivas para la violencia; que el país requiere transformaciones en sus estructuras para que la convivencia sea posible. La primera crítica obvia es que las mayorías democráticas son las llamadas a escoger el tipo de políticas que desean implantar en la sociedad. Sin embargo, para avanzar en el debate, y aceptamos que las ideas de izquierda deben imperar en el país -aun cuando las mayorías no las privilegien-, no hay justificación a que sea una izquierda asesina y narcoterrorista la que tenga la vocería para hacer exigencias. Si de implantar esas ideas se trata sería más sensato otorgarle la vocería y la fuerza política a la izquierda que ha militado en la democracia, que ha buscado espacios políticos con la fuerza de sus palabras y sus convicciones, y no con las armas.
Las concesiones que se hacen a los violentos deben ser limitadas. Deben resistir el examen del tiempo y dejar en lo posible lecciones para la sociedad futura. No se trata de perpetuar la guerra, ni la violencia; pero tampoco podemos destruirlo todo y caer vencidos ante los violentos.
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