La resurrección de Pablo Escobar
A pesar de las reacciones adversas que ha desatado la serie del Canal Caracol sobre Pablo Escobar, casi 20 años después de la muerte del capo antioqueño, se justificaba, pensamos, contar esta historia para que sobre todo las nuevas generaciones de colombianos y colombianas la tuvieran muy clara.
Hasta ahora la versión televisiva pasa el cedazo de la crítica. Empezando porque fue un acierto rotundo la selección del actor principal, Andrés Parra: más sorprendente no podía ser su parecido físico con el siniestro personaje de la teleserie.
El periplo de Escobar está en la médula de la historia del narcotráfico colombiano y mundial. Su codicia por el dinero y su indiscutible talento para los negocios, tras lograr hacer un rápido aprendizaje en el bajo mundo, lo llevaron a convertir la cocaína (el ‘oro blanco’ como él la llamaba) en una poderosa multinacional con un ensamblaje complejo que incluía las diversas operaciones de producción, procesamiento, exportación y lavado de activos.
Cuando se compara la vida de Escobar con la de Al Capone se coincide en que por su prontuario criminal termina superando al mafioso estadounidense e incluso a los capos de la novelística de Mario Puzo como los Corleone, que circunscribieron su ámbito delincuencial al negocio de los casinos.
La historia de Caracol apenas comienza a desenvolverse y ha capturado el interés del país. Los capítulos que mostrarán la verdadera dimensión asesina y destructora de Escobar están por venir. Y el saldo pedagógico está ahí. En que se le muestre a Colombia el espejo de maldad de un hombre que, gobernado por una indomable pasión por el dinero y el poder, fue capaz de usar los métodos más bárbaros y detestables. Porque Escobar simboliza eso que el país tiene que superar como influencia nefasta del narcotráfico: el todo se vale, a fin de devenir en una sociedad respetuosa de los valores, de los derechos, de la libertad, de la tolerancia, de la vida.
Escobar representó la descomposición de un sector de nuestra sociedad y tras su violenta desaparición dejó una generación de capos de menor poderío, pero ya después el país no fue tan desprevenido ni tan ingenuo como lo fue en su momento frente a esas fortunas emergentes. Hoy, sin duda, tenemos más anticuerpos como sociedad, y como Estado aprendimos derrotando al narcoterrorismo. Desde entonces es el Estado el que persigue y da de baja o encarcela o extradita a los mafiosos, pero no se vio nunca más que alguno de estos criminales osara conformar un aparato militar para desafiar a las instituciones y a los ciudadanos. Esa pelea logramos ganarla.
Pero el narcotráfico nos continúa haciendo daño por la irrigación que le genera a la guerrilla y a las bacrim. Es decir, desde que Escobar transformó la actividad del narcotráfico con la industrialización de la cocaína y el montaje de un aparato de muerte para proteger este negocio ha corrido mucha agua bajo los puentes, y ya Colombia no experimenta la situación de arrodillamiento a que nos llevó la crueldad de El Patrón del Mal, pero el país tiene que aprender las lecciones que se derivan de este tramo brutal de su historia en el que –por orden del demencial capo paisa– murió una valiosa constelación de colombianos como Luis Carlos Galán Sarmiento, Rodrigo Lara Bonilla, Guillermo Cano Isaza, Carlos Mauro Hoyos, Diana Turbay Quintero y Franklin Quintero, lo mismo que varios miles de compatriotas. Recordar a Escobar es tomar conciencia de que no podemos repetir personajes funestos como ese, ni las circunstancias trágicas que él desató movido por la ambición y el odio
fuente el heraldo
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